Director: Wes Anderson (EE.UU.)
Se vistió y salió con apuro, casi sin
mirarla. Decidido, tomó el atado de cigarrillos, el encendedor de
bronce y unas monedas dispersas sobre la mesa del comedor. “¿Adónde
vas?”, dijo ella. Sin escucharla, o ignorándola, él
extendió la mano de costado y soltó una mueca de despedida. Caminó
entre la gente que caía de los trenes y se sentó en un banco del
andén para prender un cigarro. “¿Adónde vas?”.
Pensó que lo mejor sería no volver a verla. Con la mirada como
perdida, se detuvo frente a las vías, los trenes pasaban y le
recordaban la tormentosa muerte de su padre y el auto en el taller y
los borradores de un nuevo texto. “Tampoco puedo comentar todo lo
que veo”, pensó. Sin embargo, tomó su anotador y balbuceó unas
palabras sobre el duro papel. Miró el cielo plomizo y llenó los
pulmones de aire. Se levantó porque el ruido de los trenes no lo
inspiraba lo suficiente. Buscó un teléfono y usó las monedas para
llamarla. Al oír su voz, colgó involuntariamente. Ella lo amaba y
él no conseguía despegarse de sus piernas ni de sus mentiras. Con la
colilla aún llameante, encendió otro cigarro para calentarse las
manos y se dirigió al hotel, bordeando las vías.
“Vengo por mis cosas”, dijo y
descolgó del estante las maletas pardas de su padre: “J.L.W.”.
Ella lo miró con ojos lacrimosos pero no supo qué decir. Él fingió
ignorarla. Descolgó unos pantalones del ropero y los plegó
meticulosamente. Luego, los movimientos y dobleces recayeron sobre
las camisas que levantaron un cúmulo de rayas y cuellos sobre los
pantalones. Así, como esperando que ella se arrojara al vacío por
la ventana de la habitación y que todo se solucionara abruptamente, fue
ordenando con detalle sus otras pertenencias.
Se despidieron como dos desconocidos.
“Tal vez era lo mejor”, pensó él. Las maletas formaban, frente
a la puerta de la habitación, un muro que los separaba. Ella se
levantó de la cama, desde donde había observado toda la operación,
y dejó caer de sus hombros el déshabillé amarillo. “No te
vayas”, dijo. Él inclinó su cabeza y la miró. “Tal vez sea lo
mejor”. Ella estiró su mano luego de refregarse la mejilla. Sus
manos formaron un espejo hasta que él se soltó y le dijo: “Me
voy”. Sin embargo, derribó la muralla de maletas y la abrazó con
pasión. “Te amo”, dijo ella. Abrazados, se dirigieron hacia el
pie de la cama deshecha. Ella se sentó y lo miró levantando los ojos.
“Pase lo que pase”, dijo ella, “no quiero perderte como amigo”.
Él la miró a los ojos. “Prometo que jamás seré tu amigo, pase
lo que pase”. Dijo ella: “Si nos acostamos, mañana me
arrepentiré”. “No me importa”, dijo él. Le levantó la blusa.
“Te amo”, dijo ella. “Jamás te lastimaría”. Él asintió.
“No me importa”.
Decidió no ir a Italia.
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