sábado, 17 de septiembre de 2011

Lost, apenas un susurro inaprehensible

Lost llegó tardísimo a mi pantalla. Fue Cuevana (esa experiencia de la todología, gratis, por 45 segundos de PNT, ya tradicional, y a un click), en realidad, la fuente que me obligó a probar esa sustancia llamada Lost que tanto pegó en los teleescuchas. Todo el mundo había visto Lost. Todo el mundo había hablado de Lost; desde el conductor chabacano hasta el intelectual de elite. El público (esa masa inconmensurable de gentes) se emocionó, se escandalizó, se apasionó, se desilusionó, se simbiotizó, se contrarió, compró merchandasing, coleccionó DVDs y se fanatizó. Todos sufrieron las abstinencias temporales (entre temporada y temporada) y hubo otros que, más tardíos (pero no tanto) le compraron la colección completa a algún vendedor ambulante de subte o a algún mantero de la calle Florida o de la Avenida Santa Fe. Por una u otra vía, todos consumieron Lost; los snobs, los cursis, los grasas, los curiosos, los eruditos se volvieron adictos a una serie que, por el contrario, no tenía mucho para dar, salvo aquella dependencia que incitaba en el espectador. Los recursos, geniales aunque escasos, se agotaban, temporada tras temporada, y con su desaparición, sin embargo, la audiencia (la culta y la no tanto) continuaba, enajenada, anonadándose con la repetición, incluso aunque se volviera burda o previsible. Evidentemente, los flash (flashback, flashforward y flashsideway) venían a cubrir necesidades físico-emocionales que saciaban las ansias de un público alienado que sólo pretendía más. La serie se volvió autofagocitante hasta el punto de la ensoñación: mientras más delirante, mejor. Como era de esperar, nadie entendió la serie y sus creadores, orgullosos, rechazaron propuestas tales como "estaban todos muertos, en el purgatorio", "fue la alucinación de un personaje antes de la caída", "se produjo una desviación témporo-espacial", y otras.

El problema central de la (in)comprensión de una serie como Lost es que ningún suceso complejo puede ser completamente explicado, pero los americanos no logran comprenderlo y juegan con esta (im)posibilidad, casi como en un casino. Lost establece interrelaciones que la diégesis (pobre diégesis, maldita diégesis) no puede reparar; es por ello (o por ella, la diégesis) que nadie nunca entendió nada de Lost. Sin embargo, todos (incluso aquéllos que desertaron, por impacientes o impertinentes) se vieron afectados por el estímulo casi hipnótico que personajes como Locke o Ben o Juliet generaban. Lost es un vacío (una caída, un quiebre) que no se aprehende por medio del juicio sino del goce.

Ahora bien, a qué responde Lost sino a un cúmulo de experiencias cotidianas, tales como the others (mis vecinos, por ejemplo), how we survive (la cena, un imposible), Jack or Sawyer (te quiero, ya no te quiero); y otras vivencias intelectuales sobre el purpose or significance of life, tales como cavilaciones sobre el destiny o fate (no, gracias), preguntas existenciales típicas, tales como ¿why are we here? o who are we? (imposible, imposible), o reflexiones sobre la mera existencia humana: live together or die alone.

La última temporada de Lost no trajo las respuestas que el público esperaba, dado que, tampoco, se propuso las preguntas obvias. Lost se agotó porque la narración (esa obsecuencia de los narradores tradicionales) se desmoronó por su propio despliegue, luego de desdoblarse, extenderse, deshacerse y reponerse. Lost no es una historia de supervivencia, ni de amor, ni de ciencia ficción, sino un susurro de todas las historias posibles.



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