martes, 20 de abril de 2010

BAFICI - Apuntes para una biografía imaginaria

DL no podía faltar. Edgardito (querido) estrenaría su último “trabajo” en la sala 11 del mall del Abasto, en el marco de la decimosegunda celebración del BAFICI. Todos los posmo estarían allí también, ella no podía faltar aunque fuese el cariño (más que la devoción) lo que la impulsara a la cita fílmica. Respiró profundo y aguantó la respiración durante largos minutos para que el nauseabundo olor a pochoclo recalentado no generara un nuevo desmayo. La cinta correría alrededor de las 20:15 pero DL esperaba, ansiosamente, desde mucho antes, detrás de la soga que dividía a aquéllos que estaban dentro y aquéllos que permanecíamos en el afuera. Indignada ante el accionar discriminatorio no hizo más que prometerle insistentemente que jamás volvería a pisar esa viscosa y pestífera alfombra. Era su novio, seguro.
La cola se hacía más y más larga. DL se impacientaba. Esperaba a alguien más. Luego descubriríamos que serían muchos más. Su reloj pulsera se gastaba con cada mirada y su gibosidad se hacía más y más grande. El desmayo era inminente, cuestión de momentos. Cuando al fin la pequeña y grasosa adolescente recibió la bendita orden y comenzó a cortar tickets, DL y compañía tomaron diferentes caminos, como dos desconocidos. Él caminaba como un pato, ella, mucho más ágil, volvió a primeriar.
“Debe esperar allí, señor, la sala no está lista”, arrojó una de las minúsculas pubers uniformadas, aquélla misma que luego desearía evaporarse, no estar allí, no haber nacido siquiera. La indicación era difusa, todo indicaba que debíamos formar una nueva cola pero, esta vez, del otro lado del recinto Hots. La diminuta representante de la cadena de cinemas se obstinaba en que formáramos una cola en el pasillo que ligaba con la escalera de SALIDA. El planteo era ridículo, nadie respetaría el criterio de ordenamiento. Y DL se lo hizo saber. No llegábamos a escuchar con nitidez qué palabras alegaba, pero la minúscula flota de vende-pochoclos mantenía su resolución con una ausencia de argumentación que exasperaba… “Voy a llamar al subgerente”, resolvió la más imperceptible de todas. “A mí no me importa si es gerente o subgerente, llamá a quien quieras. Yo no me voy a mover de acá, nena”. La situación desbordaba en desmesura, pero nosotros estábamos gozando, tentados de participar (y entregarnos), servirle de apoyo al único militante que, en definitiva, lidiaba también por nuestros derechos de espectador-que-llega-temprano-y-pretende-elegir-butaca. Nosotros, como ella, también estábamos rabiosos con esa falta de criterio y con el constante maltrato que esos malditos tickets implicaban.
Al tiempo llegó el subgerente. Un metro setenta y siete. Handy en la cintura. Chomba mostaza. Un subgerente, sin dudas. “El señor no se quiere mover”, balbuceó la liliputiense. “Si me muevo nadie va a respetar la cola, yo quiero que se respete la cola”. Era, en definitiva, una discusión por la cola, una obsesión. El subgerente (pese a la revolución de hormonas que dominaba su ser) presentó, en principio, una solución tan simple como razonable. La cola debía hacerse de este lado de las cosas, es decir, de nuestro lado. El pasillo era tan angosto que la nueva propuesta sólo exigía que DL (y todos nosotros) nos moviéramos menos de un metro hacia la izquierda y formá
ramos allí una nueva cola. La medida parecía sensata para todos, menos para DL que, lejos del desmayo, ahora, insistía en que la cola sería ultrajada por algún espectador oportunista. El subgerente manejó con serenidad la situación y finalmente DL, resignada, desistió y se movió a la otra cola donde ya estábamos todos nosotros, incluso su novio que observaba, deleitado pero con algo de vergüenza, el inevitable destino de las cosas.
DL, entonces, volvió a posarse delante nuestro, tan cerca que habríamos alcanzado a oler su perfume si no hubiese sido por el hediento pochoclo en rededor. La espera junto a ella fue de una incomodidad insoportable porque no pudimos, en ningún momento, dejar de (ad)mirarla, como imantados ante su oscura figura, como un desacato visual. Aunque sabíamos que no funcionaba, hacíamos que hablábamos para mirarla sin culpa, para esculpirla, grabarla, tallarla en nuestras retinas, como si fuese la última vez. Porque cualquiera de las veces podría ser la última vez.
De cuando en cuando se acercaba algún muñeco-pop (o algún chismoso-puaj-de-cuarta) y se posaba, en vano, para un saludo o al menos para alguna sonrisita cómplice. Al tiempo se asomó MK y el clímax se fue de control. Nosotros sonreíamos como idiotas, casi penetrados en la conversación, formando una ronda, moviendo nuestras miradas, embobecidos, como en un partido de tenis. Pero aquello duró poco, MK se esfumó y sólo más tarde lo veríamos en la periferia de la sala. Luego, hubo un momento de nada. De silencio. De intranquilidad. Sentíamos la necesidad de entrar, de que liberaran la entrada y nos dejaran ubicarnos cerca de ella, a su costado, o en la fila anterior. Nos urgía acurrucarnos a su lado, en la oscuridad de la sala, respirar su aliento, escuchar sus pensamientos, rozar sus codos. Pero aquellas ansias se dejaron morir y nosotros nos arrojamos a la más triste decepción, al desconsuelo. Ella era para nosotros un sendero hacia el placer y el entendimiento. Pero resignamos todo aquello por nuestros propios principios, por nuestra óptica de las cosas, por nuestro punto de vista, por nuestro espacio en aquel lugar, por nuestra propia comodidad. Al fin y al cabo, aún nos teníamos el uno al otro y eso bastaba para seguir en pie y disfrutar a nuestro modo. Observamos con tristeza pero a la vez con la certeza de que hacíamos lo correcto, cómo ella se alejaba de nosotros más y más, perdiendo perspectiva, más y más. De ningún modo y por ningún excentricismo, nos sentaríamos en la cuarta fila.


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